SAMÂ

De regreso a casa, escuché una música que venía del otro lado de la plaza, me fui acercando atraído por una emoción que me puso los pelos de punta, cuando me quise dar cuenta estaba hipnotizado por la magia de esa melodía. Eran ángeles llamándome desde las manos de una guitarra. Me senté en el banco de piedra, todavía quedaban algunos rayos de sol de un atardecer de otoño anaranjado que acariciaban mis rodillas. Me quedé inmóvil mirando al músico, era un hombre de unos treinta años sucio y rasgado que hablaba con Dios. Tenía la espalda encurvada y los hombros encojidos hacia delante con el pecho hunido hacia dentro. Hubiera jurado que le caían lágrimas a chorretones de sus ojos, pero me froté un poco mi cara para verlas mejor, y cuando acerqué mi mirada sólo vi que la piel de su cara estaba seca y un poco amarillenta. Esa música me tocaba en algún lugar muy adentro, donde yo no alcanzaba, como si alguien estuviera metiendo una mano tres profundidades más abajo de mi corazón y apretara intensa pero delicadamente. Sentía una gran alegría y que un ángel me miraba y me sonreía, tenía tantas ganas de bailar y bailar esa misteriosa melodía ... ¡quería celebrar que vibraba de alegría!.

No hay comentarios: